Cuento a partir del azar
Era un primero de enero del año 2005, me detuve a observarlo. Su estado era ausente. Su mirada perdida. Sus pensamientos invadían el aire de San Rafael Mendoza. Yo simplemente lo miraba atónita frente a sus hojas de color celeste que reposaban sobre una mesa, de aspecto desgastada por el paso del tiempo. Su presencia en aquel cuarto pasaba desapercibida. Ni siquiera imaginaba sobre que estaría escribiendo, con la música de fondo repitiendo en su estribillo “eres la copa rota, el mar en que me adentro”, sin embargo me inspiraba tranquilidad. El me transmitía serenidad.
Muchas veces, estuve casi a punto de decirle todo lo que pensaba acerca de su aspecto abandonado. Pero la inseguridad me invadía cada vez que lo intentaba, por que siempre me cuestionaba preguntándome ¿Qué pensaría Don Santos Pinchura si le decía algo acerca de su persona? No tengo el derecho ni el poder para hacerlo, no es ético, no puedo, no me está permitido.
Cuando me acercaba hacia él para ofrecerle, la rutinaria taza de café negro, la cual ingería a diario mientras escribía, su perfume a base de miel, se inmiscuía por los orificios de mi nariz, haciendo palpitar con gran fuerza mi corazón triste y solitario.
El me atraía. Pero exactamente, no se bien cual era el motivo. No sé si era por la sencillez con la cual se dirigía a mí, pidiéndome que le acercara una u otra cosa a su taller. Tampoco sé, si era aquella mirada de ojos claros y transparentes, la cual me inspiraba una nostalgia suave y duradera que permanecía en mi mente por largo tiempo.
En si, no tengo, claramente definido que clase de atracción sentía por aquel hombre de cuarenta y pico de años, que se resguardaba todas las tardes en su taller, cubierto por hojas de múltiples colores, creando mundos imaginarios, contando historias comunes. Y el cual, lo único que tenia que hacer para que yo estuviese a su lado, era hacer sonar su campanilla de plata, y yo estaría inmediatamente diciéndole, necesita algo señor.
Muchas veces, estuve casi a punto de decirle todo lo que pensaba acerca de su aspecto abandonado. Pero la inseguridad me invadía cada vez que lo intentaba, por que siempre me cuestionaba preguntándome ¿Qué pensaría Don Santos Pinchura si le decía algo acerca de su persona? No tengo el derecho ni el poder para hacerlo, no es ético, no puedo, no me está permitido.
Cuando me acercaba hacia él para ofrecerle, la rutinaria taza de café negro, la cual ingería a diario mientras escribía, su perfume a base de miel, se inmiscuía por los orificios de mi nariz, haciendo palpitar con gran fuerza mi corazón triste y solitario.
El me atraía. Pero exactamente, no se bien cual era el motivo. No sé si era por la sencillez con la cual se dirigía a mí, pidiéndome que le acercara una u otra cosa a su taller. Tampoco sé, si era aquella mirada de ojos claros y transparentes, la cual me inspiraba una nostalgia suave y duradera que permanecía en mi mente por largo tiempo.
En si, no tengo, claramente definido que clase de atracción sentía por aquel hombre de cuarenta y pico de años, que se resguardaba todas las tardes en su taller, cubierto por hojas de múltiples colores, creando mundos imaginarios, contando historias comunes. Y el cual, lo único que tenia que hacer para que yo estuviese a su lado, era hacer sonar su campanilla de plata, y yo estaría inmediatamente diciéndole, necesita algo señor.
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